La población de origen mexicano establecida en Estados Unidos se puede dividir en tres grupos principales: 1) Los migrantes con ciudadanía estadounidense: aquellos que habitan en dicho territorio y tienen la doble nacionalidad —mexicana y americana— o sólo la americana. 2) Los migrantes documentados: aquellos que llegan con visa para trabajar, con visa de turista, pero que se quedan a trabajar, o que tienen un permiso temporal. 3) Los migrantes indocumentados, todos aquellos que cruzan la frontera sin ningún tipo de permiso para trabajar o para vivir en el otro lado, los que, dependiendo de la zona fronteriza por donde crucen, se les conoce como mojados (si es por el río o la playa), pollos (si es por el desierto). Todos estos inmigrantes construyen de una u otra forma la comunidad mexicana asentada en Estados Unidos, algunos con más fortuna que otros, pero todos con las mismas necesidades de mejorar sus condiciones de vida.
Analizar la configuración de la comunidad mexicana asentada en Estados Unidos requiere de aproximaciones teóricas que permitan entender su complejidad y diversidad. La primera teoría a la que haré referencia es la teoría del colonialismo interno que consiste en “explicar el ‘subdesarrollo’ y las nuevas reformas de opresión de unos grupos sociales sobre otros” (Valenzuela, 1998: 70).[1] Esta particular forma de opresión presenta su mejor ejemplo en la explotación del migrante, y en la violencia y el abuso de poder por parte de los estadounidenses, puesto que, como menciona Valenzuela, “la base del colonialismo interno está en el conflicto político derivado de la interacción entre grupos centrales y periféricos” (Valenzuela, 1998: 71). En el caso de los estados fronterizos, los grupos periféricos están conformados por barrios, comunidades o familias migrantes, mientras que los grupos centrales son las comunidades estadounidenses que colonizaron el territorio.
La colonización interna ha permitido que los migrantes sean estereotipados por la sociedad estadounidense como sujetos de segunda para justificar su explotación. Varios han sido los términos que ha utilizado la sociedad dominante para estereotipar a los trabajadores mexicanos humildes, cuya “connotación clasista y racista aludía al inmigrante pobre que portaba su credencial de identificación en la epidermis y trabajaba en el campo, en la obra ferroviaria y en los centros urbanos” (Valenzuela, 1998: 20). Posteriormente, el estereotipo del mexicano pobre cambió por el del mexicano criminal, drogadicto, golpeador y pandillero, mientras que las mujeres mexicanas de ser sumisas y abnegadas, se convirtieron en seductoras vampiresas gracias a la industria del cine, principalmente de Hollywood, que se encargó de construir y reproducir dichos estereotipos.
Las consecuencias del racismo han demeritado la imagen del migrante que busca mejores condiciones de vida, pues la sociedad racista afirma que debido a su color de piel, al idioma y a su cultura los mexicanos sólo saben beber y robar, sin analizar las diferencias que existen entre lo congénito y lo conductual, incluso cuando reconocen la labor que realizan, como menciona Roger Hedgecock, activista de movimientos antiimigratorios: “la gente viene aquí y generalmente trabajan muy duro; realiza trabajos que básicamente nadie quiere hacer; ellos contribuyen a la base de impuestos; ellos contribuyen a la prosperidad del país” (Valenzuela, 1998: 309).
Las aseveraciones raciales sólo han generado inseguridad, miedo e incertidumbre en la sociedad que diariamente se enfrenta a la violencia física y psíquica propinada por las instituciones estatales y por los grupos racistas. Violencia que tiene diferentes matices: 1) violencia institucional, perpetrada por los elementos del Servicio de Inmigración y Naturalización mediante el prejuicio y el racismo, o los policías mexicanos mediante la extorsión. 2) violencia racial. 3) violencia artera perpetrada por asaltantes de indocumentados o “bajapollos”, que someten a sus víctimas a la agresión física y sexual. Los más afectados por los comportamientos violentos son los migrantes que cruzan la frontera de manera ilegal, quienes enfrentan una situación de vulnerabilidad al no estar protegidos por las autoridades, e incluso se exponen a las actitudes ladinas de sus connacionales.
A pesar de la dominación estadounidense, el migrante mexicano ha revertido la colonización interna gracias a que ha reconfigurado su posición social dentro de la comunidad dominante mediante un proceso indirectamente proporcional al esperado por el grupo de poder. Es decir, los migrantes al tener que contrarrestar los ataques certeros de ciertos grupos radicales de la población estadounidense comienzan a conformar movimientos sociales, a tomar parte en las decisiones de poder, y a hacer valer el poder que tienen como capital humano en la economía de esta zona. El empoderamiento de los migrantes, entonces, rebasa los mecanismos de opresión de los estadounidenses, y los hace visibles ante la sociedad que trata de opacarlos o erradicarlos con insultos y vejaciones. Esta es una situación que se equipara con el empoderamiento de las mujeres a partir de los movimientos feministas y de género de las últimas décadas.
Aunque, como se sabe, la reconfiguración social de los migrantes ha implicado un cambio en la subjetividad de sí mismos como sujetos, y como comunidad, que va de la construcción identitaria a la construcción simbólica. Valenzuela analiza tres procesos de construcción y reconstrucción de las identidades migratorias que me parecen pertinente mencionar por la relación que mantienen con la representación discursiva de los escritores fronterizos: 1) la socialización, institucionalización y resocialización; 2) la acción social, y 3) la construcción simbólica. La socialización, institucionalización y resocialización se refiere a la forma en que se inserta el migrante mexicano a la sociedad estadounidense mediante la preservación del núcleo familiar, la conformación del barrio, la constitución de grupos laborales, sindicales o sociales que permitieron preservar las costumbres —entre ellos el idioma— y proveer de seguridad —social, jurídica, cultural— a su gente.
El núcleo familiar constituye la memoria social y el transmisor biológico y cultural mediante el cual se preservan las tradiciones y costumbres, puesto que a través de la reproducción endogámica y la tradición oral —costumbre heredada por sus antecesores—, se transcriben, de generación en generación, las historias, los cuentos, las aventuras épicas, tanto de los indígenas como de los héroes de la independencia y de la Revolución mexicana. Gracias a la mujer, principalmente, quien ha sido la depositaria, y transmisora de las tradiciones indio-mexicanas de forma oral a sus descendientes, se conservan muchos de las costumbres mexicanas, a pesar de la dominación cultural estadounidense, en las comunidades chicanas. La tradición oral, en este sentido, construye el imaginario cultural de los chicanos, cuya importancia radica en diferenciarse del resto de la sociedad y conformar su propia expresión simbólica y artística, como menciona Anzaldúa:
Los Chicanos, how patient we seem, how very patient. There is the quiet of Indian about us. We know to survive. When other races have given up their tongue, we’ve kept ours. We know how what is to live under the hammer blow of the dominant norteamericano culture… Humildes yet proud, quietos yet wild, nosotros los mexicanos-Chicanos will walk by the crumbling ashes as we go about our business. Stubborn, perserving, impenetrable as stone, yet possessing a malleability that renders us unbreakable, we, the mestizas and mestizos, will remain. (Anzaldúa, 1999: 86)
Los procesos de transformación que experimentan las familias consisten básicamente en avergonzarse de su cultura; el dominio de idiomas diferentes entre hijos y padres —que hace disfuncional la comunicación—, así como el distanciamiento entre ellos, debido, en gran medida, al disímil ámbito de desarrollo de unos y otros. Dicha situación genera “conflictos derivados de los procesos de resocialización y configuración de un sentido cultural ordenador de la vida. Esto conlleva dificultades para la coincidencia en el proceso de redefinición de hábitos entre los miembros de la familia, dado que se involucran en roles y redes de sentido diferentes” (Valenzuela, 1998: 264).
Desafortunadamente, la situación de la familia chicana muchas veces resulta insostenible, pues retoma los vicios de los roles de género previamente establecidos en la sociedad mexicana: la mujer es sumisa y abnegada; el hombre es macho, golpeador y mujeriego; y los hijos se desenvuelven en un ámbito de violencia intrafamiliar, desatención y falta de cariño, aunado a que deben desarrollarse en una sociedad que los margina por su raza. En este sentido, los adolescentes rechazan su familia y constituyen los barrios, conformado por un grupo homogéneo de sujetos que comparten las mismas carencias de cariño y atención. Esta situación les permite sentirse parte de un conjunto que les provee poder, así como una identidad colectiva, donde, paradójicamente, reproducen los elementos negativos de las relaciones familiares, incluidos la violencia y la desigualdad de género, de las que, en una primera instancia, se evaden. Valenzuela hace referencia a esta situación y realiza varias entrevistas a cholos y cholas que incluye en El color de las sombras (1998), de las cuales tomo el caso de La Güera para ejemplificar:
La Güera:
Mi mamá y mi papá son de Jalisco; se vinieron hace como 20 años. Yo nací aquí, en Los Ángeles. Tengo tres hermanas, somos puras mujeres. Mi papá y mi mamá viven juntos, pero no se llevan; él es muy sinvergüenza, porque él tiene hijos de otras mujeres. Después de mi tiene otro hijo con otra mujer, y luego mi hermana, y luego otro hijo de otra mujer. Es muy mujeriego, bien cantinero. Antes era violento, pero ya no. A veces le pegaba a mi mamá y a nosotras también (Valenzuela, 1998: 277).
En la misma entrevista, La Güera hace referencia a lo que significa para ella pertenecer al barrio: “Cuando estás en un barrio es tu familia, se tiene respeto, y somos como una familia; si algo le pasa a alguien, pues a buscar entre todos cómo se puede ayudar”. El barrio tiene reglas de pertenencia, una de ellas es la apariencia física: “Me gustaba cómo se vestían, bien pachuchos, con pantalones bien grandes y con la camisa así, y con sus bandanas azules o negras. Las rucas usaban courts, como los batos. Las rucas se pintan así, con los pinchis labios bien negros casi, con el powder bien blanco, pero con el blush también bien negro…” Otra, es la defensa a ultranza del barrio sin importar la muerte de sus integrantes ni la de otros barrios: “De mi barrio han matado a cuatro y nosotros hemos matado a más de diez. Así es, uno no sabe en lo que se está metiendo cuando se mete en las pandillas… En cualquier momento te pueden matar. Eres un target, ya estás marcado, como yo, ya estoy marcada” (Valenzuela, 1998: 277-278).
EL barrio es la representación del hogar que muchos migrantes anhelaban pero que “no pudo ‘cuajar’ entre cuatro paredes”, por lo que deciden trasladarlo a las calles, para convertirlo en “un hogar más amplio, más ‘libre’, con interacciones intensas en las cuales los rituales cotidianos —incluido el consumo de drogas— le otorgan tintes extraordinarios a la cotidianeidad” (Valenzuela, 1998: 136). El barrio funge como varias instituciones paralelas donde los cholos se desenvuelven a falta de otras que vean por su bienestar, como serían la familia, la escuela, la seguridad social, entre otras. En el barrio, los cholos encuentran los satisfactores que la sociedad les niega; sin embargo, éstos no siempre coinciden con su desarrollo, pues ellos mismos obstaculizan su acceso a la educación media superior o a mejores condiciones laborales.
Los movimientos sociales también sientan un precedente en el proceso de socialización colectiva de los chicanos pues mediante éstos reelaboran sus posturas como comunidad frente a los conflictos étnicos a los que se enfrentan. Estos movimientos se gestan en los años sesenta y se caracterizan por ser “expresiones heterogéneas que construyen nuevas identidades, nuevas formas de organización y nuevos escenarios de conflicto, que, sin embargo, en ocasiones coexisten con formas anteriores de construcción de la acción y con viejos patrones de acción colectiva. En este sentido, Valenzuela afirma que la acción colectiva es producto de la percepción que cada migrante tiene de la injusticia y discriminación a las que se enfrenta, por lo que no todos los conflictos repercuten en un movimiento social, pues no es lo mismo hablar de conductas colectivas, luchas y movimientos sociales. Las conductas colectivas permiten la reconstrucción y la adaptación del sujeto a su nuevo entorno; las luchas actúan como elementos de cambio, y los movimientos sociales cuestionan las relaciones de dominación que limitan a una determinada comunidad (Valenzuela, 1998: 185).
A través de los movimientos sociales se construye una realidad cuyo fundamento lo constituyen formas específicas de conflictos sociales. En el caso de los migrantes, el conflicto al que se enfrentan se relaciona con la reconstrucción de una identidad social, cultural y política, puesto que deben hacer valer su comportamiento de grupo (collective behavior) ante el otro. Es decir, con los movimientos sociales se constituyen identidades colectivas, “proceso en el cual diferentes individuos confluyen en una experiencia aglutinándose en torno a un objetivo que los identifica como grupo y generando una solidaridad colectiva que se sobrepone a las distintas perspectivas individuales” (Valenzuela, 1998: 191).
Un ejemplo claro de los movimientos sociales gestados en la zona fronteriza fue el Movimiento Estudiantil Chicano, constituido por académicos y activistas chicanos que se desarrollaron en las ciencias sociales, el arte, la política, la cultura, y cuya labor consistió en recuperar su historia y reconocer sus potencialidades como cultura y sociedad. Asimismo, el Movimiento Estudiantil Chicano conformó una plataforma política que reflejaba las necesidades juveniles, incluyendo la educación, a la que se le nombró Plan Espiritual de Aztlán, cuyas demandas consistían en el derecho a una educación y un currículo que incluyera la historia y la cultura chicanas:
The new mythology of La Raza taught in our colleges and universities goes something like this: California was and is an utterly racist state. Its myriad of laws and protocols stymied Mexican aspirations for a century and a half until the rise in the 1970s of militant interest groups—Mecha (Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán), Mapa (Mexican-American Political Association), and the United Farm Workers and La Raza studies departments everywhere. They alone finally, and only through protest, agitation and occasional violence, have just started to change the complexion of California by insisting on more balanced and sensitive educational programs, coupled with a vast safety net of state assistance and federal affirmative action preferences to redress past injustices (Davis, 2003: 75).[2]
Otros movimientos que se produjeron a partir de esta época que hacen valer su comportamiento de grupo frente a una sociedad machista y homofóbica, son el feminismo chicano y la rebelión homosexual. El primero se da debido a la opresión de las mujeres por parte de los hombres dentro de la cultura mexicana imperante en los chicanos de primera y segunda generación, principalmente. Esta opresión impedía la participación de la mujer en otras actividades ajenas a la casa, por lo que no podía trabajar ni estudiar y mucho menos ser autosuficiente. En caso contrario era vista como “una mujer mala” que podía ser castigada por su marido física y psicológicamente. Afortunadamente esta situación empieza a cambiar gracias a una mayor presencia de la mujer en las instituciones educativas y en los proceso productivos, como menciona Anzaldúa: “For a woman of my culture there used to be only three directions ache could turn: to the Church as a nun, to the streets as a prostitute, or to the home as a mother. Today some of us have a fourth choice: entering the world by way of education and career and becoming self-autonomous persons” (Anzaldúa, 1999, 39).
La homosexualidad es igualmente reprimida dentro de la cultura mexicana, salvo que en este caso las “desviaciones” sexuales son castigadas por la sociedad en general. Culturas como la mexicana, la chicana, e incluso en algunas sociedades indias, son intolerantes con la homosexualidad, pues representa lo otro, lo que no cabe en el binomio mujer-hombre que representa la fuerza creadora.[3] De esta manera, la homosexualidad representa, según estas culturas, lo “subhumano” o “inhumano”, lo que va en contra de la naturaleza, por lo que los homosexuales son despreciados, asesinados o quemados desde tiempos antiguos.[4] Anzaldúa afirma que la homosexualidad en la cultura chicana es reflejo del miedo heterosexual, pues implica ser diferente, ser el otro e incluso ser menos que el otro, ser subhumano, inhumo e incluso no humano (“non-human”). Situación que se agrava cuando se refiere a mujeres mexicanas, chicanas o de color: “For the lesbian of color, the ultimate rebellion she can make against her native culture is trough her sexual behavior” (Anzaldúa, 1999, 40).
El acierto de estos movimientos sociales consiste en, 1) crear nuevos sujetos sociales que cuestionan los discursos universales, enarbolando los particulares. 2) Invertir la posición geográfica a partir de la cual se construyen los discursos políticos y artísticos, puesto que dichos sujetos dejan de ser periféricos para convertirse en céntricos —situación que se hace tangible en ciudades como Los Ángeles, por el lado estadounidense o Tijuana, por el lado mexicano—. 3) Recrear las formas de comunicación y de construcción de identidad colectiva, las cuales se caracterizan “por la defensa y extensión de espacios sociales autónomos, por ser autocomplacientes y luchar en nombre de la autonomía, la pluralidad, la diferencia, y por redefinir constantemente sus valores” (Valenzuela, 1998:198).
Durante el proceso de socialización con la comunidad estadounidense, los migrantes mexicanos primero se enfrentan a un proceso de amnesia identitaria que consiste en renegar de sus orígenes; posteriormente de mimesis, donde copian los comportamientos de la sociedad industrial en la que cohabitan, y, finalmente, de aculturación con la sociedad dominante, donde armonizan elementos de ambas culturas para erigirse como una sociedad que difiere de la estadounidense y de la mexicana; una sociedad híbrida porque mezcla elementos de dos culturas, y mestiza porque nace de la unión de dos razas.
El segundo proceso de construcción y reconstrucción de identidades migrantes al que Valenzuela hace alusión se refiere al concepto de acción social, haciendo alusión a la teoría crítica habermasiana, para afirmar que “las acciones son manifestaciones en las que se relacionan las personas a través del lenguaje por lo cual la acción comunicativa es definida como la interacción de por lo menos dos sujetos capaces de lenguaje y acción que entablan una relación personal” (Valenzuela, 1998: 193). El hecho de utilizar la teoría de la acción comunicativa o acción social para analizar el proceso de construcción identitaria consiste en, nuevamente, establecer los puentes con las teorías críticas y la literatura fronteriza, pues si el lenguaje es el que vincula a dos o más sujetos, sin importar su procedencia, vale la pena analizar qué tipo de lenguaje y cómo repercute en la performatividad discursiva de los migrantes; es decir, en la representación que hacen de sí mismos ante el otro. Representación que se hace evidente en el discurso literario, donde una serie de acontecimientos conforman una secuencia narrativa que simboliza, de manera ficcional, ciertos comportamientos o actitudes. Esta acción comunicativa, sin embargo, tiene varias acepciones como el diálogo “cortado” que se establece entre ambas comunidades, provocado, principalmente, por las diferencias en la cosmovisión de cada comunidad, y por la “separación”, como método de distinción, que utiliza la comunidad mexicana para contrarrestar el control de la cultura dominante. Este corte, o separación, se refiere a la resistencia de los migrantes para aceptar la lógica de dominación estadounidense, según menciona María Lugones:
El corte-separación no es algo que nos ocurra sino algo que hacemos nosotros. Tal como he dicho, es algo que hacemos resistiendo a la lógica del control, a la lógica de la pureza. Que cortemos, aunque los transparentes fracasen en verle el sentido y por consiguiente lo mantengan alejado de la estructuración de nuestra vida social, testimonia el hecho de ser sujetos activos que no están consumidos por la lógica del control. Cortar puede ser una técnica fortuita para sobrevivir como sujeto activo, o bien puede llegar a ser un arte de la resistencia, una metamorfosis, una transformación. (Lugones, 1999: 263)
Este corte-separación es una técnica narrativa, a veces figurativa, otras tipográfica, en la que incurren varios de los escritores fronterizos, utilizada precisamente para resistir la lógica de control estilístico imperante desde la modernidad. Los escritores y los artistas fronterizos en general se rehúsan a racionalizar sus obras porque la frontera como franja geográfica es completamente irracional y todavía lo es más la configuración social y cultural de sus habitantes. En este sentido, los escritores fronterizos abandonan las viejas técnicas y empiezan a innovar, a construir una escritura propia, donde es tangible el corte, la resistencia, con el sistema literario nacional, y la separación, distinción, entre lo que se hace de un lado y del otro de la frontera.
Socialmente, los migrantes utilizan la técnica de corte-separación para orientar el proceso de negociación en el que se ven inmersos, y para poder hacerse de voz y voto dentro de la sociedad estadounidense. De tal forma, el migrante abandona los viejos mecanismos de afiliación social (sindical y gremial) y reproduce ciertas conductas de la cultura dominante como sería el énfasis en la libertad individual de afiliación que le permite mayor participación en la acción política y mejor articulación de organizaciones sociales y sindicales, entre otros procesos de negociación, tal como menciona David Hollinger en su libro Postethnic America: Beyond Multiculturalism: “Mixed-race people are performing a historic role at the present moment: they are reanimating a traditional American emphasis on the freedom of individual affiliation, and they are confronting the American nation with its own continued reluctance to apply this principle to ethno-radical affiliations” (Hollinger, 1995: 166).
El tercer factor de construcción identitaria al que alude Valenzuela se relaciona con la construcción simbólica de la identidad, es decir, a la recuperación histórica del origen del migrante, mediante “un doble proceso de apropiación del pasado: como olvido y como anamnesis”, donde el olvido es un mecanismo que sirve para anular o eludir determinados aspectos constitutivos de un grupo; mientras que la anamnesis “constituye una memoria colectiva novelada, selectiva de los referentes fundadores, que sirve a los grupos humanos para ampliar la comprensión de lo que se es” (Valenzuela, 1998: 346).
La construcción simbólica es fundamental no sólo para entender a la comunidad fronteriza, también para enfatizar la importancia de la representación posmoderna que los/las escritores/as elaboran de la frontera y el acento que ponen en la construcción de una subjetividad propia de los sujetos transfronterizos que habitan este espacio intermedio de dos países, de dos culturas. Con la construcción simbólica, los migrantes, especialmente los mexicoamericanos o chicanos, se apropian de símbolos patrios y de imágenes religiosas como la Virgen de Guadalupe que representa a la madre, a la indígena, a la mestiza, en una clara alusión a la hibridación de una comunidad que utiliza los símbolos como “un recurso vertebrador de una identidad proscrita, con el empleo de referentes simbólicos que articularon la direccionalidad de su acción” (Valenzuela, 1998: 267). Los símbolos que enarbolan los migrantes constituyen la imagen de la identidad grupal de los chicanos: su uso cotidiano incide en la conformación individual y grupal, y alimentan la forma de expresión literaria, como lo ejemplifica el siguiente poema de Anzaldúa:
We are the porous rock in the stone metate
squatting on the ground.
We are the rolling pin, el maíz y agua,
la masa harina. Somos el amasijo.
Somos lo molido en el metate.
We are the comal sizzing hot,
the hot tortilla, the hungry mouth.
We are the coarse rock.
We are the grinding motion,
the mixed potion, somos el molcajete.
We are the pestle, the comino, ajo, pimienta,
We are the chile colorado,
the green shoot that crackd the rock.
We will abide. (Anzaldúa, 1990: 381)
La intrincada significación de todos estos signos lingüísticos es comprensible gracias a un detallado análisis de la hibridación de la cultura mexicoamericana, principalmente de la cosmovisión y de la noción del tiempo-espacio, pues ésta difiere considerablemente de la noción anglosajona. Esta situación es evidente en el tiempo de la narración de los textos fronterizos, donde el pasado y el futuro se contraponen al presente mediante el uso de retrospecciones y prefiguraciones. En este sentido, el migrante vive al día, pensando en su futuro dentro de una nueva sociedad, y con ciertas imágenes del pasado que le permite estrechar los lazos dentro de su comunidad. Por su parte, el espacio que habitan los migrantes también es determinante en la construcción de su identidad frente al otro, como lo es en las obras fronterizas, pues cuando el escritor describe escenarios fuertemente localizados hace más evidente la caracterización subjetiva de los personajes, a imagen y semejanza de los sujetos de identidades flexibles, en constante proceso de reconstrucción y en un continuo crecimiento, como afirma Anzaldúa:
So if we won’t forget past grievances, let us forgive. Carrying the ghosts of past grievances no vale la pena. It is not worth the grief. It keeps us from ourselves and each other; it keeps us from new relationships. We need to cultivate other ways of coping. I’d like to think that the in-fighting that we presently find ourselves doing is only a stage in the continuum of our growth, an offshoot of the conflict that the process of biculturation spawns a phase of the internal colonization process, one that will soon cease to hold sway over our lives. I’d like to see it as a skin we will shed as we are born in the 21st century. (Anzaldúa, 1990: 147-148)
El cambio de piel al que alude Anzaldúa, es una metáfora del florecimiento que experimentan los migrantes, principalmente los chicanos, en el siglo XXI, que representa el abandono de los conflictos heredados por el proceso de la colonización interna, y por el cultivo de otras formas de relacionarse. También implica una propuesta de reafirmación cultural y social de los migrantes y de los mexicoamericanos en la relación binaria entre México y Estados Unidos, consensuada mediante un proceso de sincretismo, identificación, asimilación y resistencia cultural.
El sincretismo cultural de la frontera se manifiesta en diferentes factores sociodemográficos, el principal es la heterogénea conformación de la comunidad fronteriza, que se divide, como se ha venido trabajando, en tres grandes grupos: la comunidad estadounidense y la comunidad mexicana, o de descendencia mexicana, que cohabitan los estados del sur de Estados Unidos; y la comunidad mexicana, conformada también por los migrantes de otras partes del país o de Latinoamérica, que habita los estados del norte de México. A los sujetos de la comunidad mexicana asentada en Estados Unidos, a partir de que fueron estereotipados, se les atribuyeron diferentes motes como chicano, pocho, cholo y, últimamente, mexicoamericano. Mientras que a los sujetos asentados en la frontera mexicana se les atribuye el término de sujetos transfronterizos, connotación que mantiene una relación directa con las teorías que han surgido con la globalización y la posmodernidad.[5]
El concepto chicano tuvo en sus inicios una connotación peyorativa que se refería a la población pobre de origen mexicano, posteriormente se convirtió en un concepto que definía a la población trabajadora de origen mexicano, cuyos rasgos sobresalientes, además del color de su piel, eran la pobreza y la marginación social.[6] Ahora tiene una perspectiva progresista como el sujeto que, a pesar de haber sido colonizado por una cultura dominante, ha reconstruido su identidad gracias a una actitud de resistencia cultural y sociopolítica constante que le ha permitido generar espacios de denuncia social, política y cultural. Esa resistencia cultural se aprecia en el intercambio simbólico que existe entre las dos comunidades, independientemente de las diferencias raciales.
La cultura chicana corresponde a una cultura de la performatividad (entendida como la readaptación ante su otredad) donde el discurso y la acción construyen un proyecto cultural y social distinto al imperante, para lo cual primero se deconstruyen como sociedad, retomando de sus orígenes aquello que los identifica como un colectivo —como lo fue el Movimiento Chicano de los años sesenta y setenta que propiciaba la reinvención de los referentes simbólicos como recurso de resistencia cultural—, para después constituirse identitariamente como chicanos a través de las prácticas discursivas.
Como parte de estas prácticas discursivas existe una que es determinante en la cultura fronteriza y se refiere a la variante dialectal del español, utilizada en la frontera, mejor conocida como spanglish. El spanglish es un elemento diferenciador de la comunidad fronteriza en general, un concepto y una forma de discurso literario que analizaré más adelante. Esta variante dialectal, según varios teóricos, entre ellos Anzaldúa, es más que una forma de comunicarse, también implica un estilo de vida que mantiene una estrecha relación con la performatividad discursiva: “But Chicano Spanish is a border tongue which developed naturally. Change, evolución, enriquecimiento de palabras nuevas por invención o adopción have created variants of Chicano Spanish, un nuevo lenguaje. Un lenguaje que corresponde a un modo de vivir. Chicano Spanish is not incorrect, it is a living language” (Anzaldúa, 1999: 76).
El cholismo deviene de una fuerte segregación étnica, y constituye una redefinición de las formas tradicionales de organización familiar, donde el concepto familia no corresponde al modelo nuclear, pues muchas adolescentes son madres solteras, como lo fueron sus propias madres. La ausencia del padre es notoria y, cuando se hace presente, es una figura de autoridad e intransigencia. Un distintivo del cholismo es el abuso de droga y alcohol, la violencia intrafamiliar y el uso de la fuerza, así como la conformación de barrios. El cholismo también se caracteriza por la apropiación de ciertas prácticas culturales y de referentes simbólicos de la cultura mexicana: la Virgen de Guadalupe, los símbolos patrios, elementos indígenas, entre otros, que plasman en las paredes, a manera de grafitis; en sus cuerpos, a manera de tatuajes.
Pachuco, es el nombre que se le dio a aquellos sujetos que construyeron una identidad nueva y efímera, apegada a la moda del momento y representada por la industria cinematográfica de los años cuarenta, tanto en Estados Unidos como en México. El pachuco se caracterizó por su forma de vestir —impusieron el estilo zoot-suit—, de actuar y de bailar —al ritmo de swing, boggie-woogie o mambo.
Finalmente, el término pocho viene del ópata potzico que significa “cortar hierba”, por lo que el pocho hace alusión a la persona, o al grupo de personas, “cortadas” del proyecto nacional. Asimismo, el pocho hace referencia al mexicano nacido en Estados Unidos que ha asimilado el idioma inglés, así como las costumbres anglosajonas: “The pocho is an aglicized Mexican or American of Mexican origin who speaks spanish with an accent characteristic of North Americans and who distorts and reconstructs the language according to the influence of English” (Anzaldúa, 1999: 78). En este sentido, el término pocho comprende una doble connotación que limita a los sujetos a interactuar dentro de una sociedad, pues para los mexicanos son “agringados” y para los estadounidenses son “desnacionalizados”.
Cholo y pocho son motes que se siguen utilizando para diferenciar a ciertos grupos o barrios asentados en ambos lados de la frontera; mientras que pachuco cayó en desuso una vez que pasó la moda del zoot-suit. Chicano y mexicoamericano son los términos más utilizados para referirse a la comunidad de descendencia mexicana asentada en el varias partes de Estados Unidos, ya no sólo del sur del país, pues la migración de mexicanos poco a poco ha ido ganando terreno en otros estados como Chicago o Nueva York.
El chicano, el cholo, la familia y el barrio constituyen aquella cultura que está del “otro lado”, cruzando la frontera de México, pero no por eso distante a sus raíces, sino incluso más apegada a sus orígenes que los mexicanos del centro o sur de la República Mexicana, puesto que enarbolan esa pertenencia identitaria para hacerse presentes frente al otro, donde “la decodificación de los productos simbólicos dan sentido y direccionalidad a la acción de los grupos a partir de su apropiación y uso específicos” (Valenzuela, 1998: 267). Una situación similar ocurre con los habitantes de los estados fronterizos mexicanos, salvo que ellos no experimentan ese proceso de aculturación puesto que no dejan su lugar de origen; ellos se convierten en sujetos transfronterizos que interactúan indistintamente entre ambos países.
[1] Para analizar el asentamiento demográfico de la comunidad mexicana en el sur de Estados Unidos utilizo la teoría del colonialismo interno desde una postura antropológica y sociológica por la similitud que existe con los estudios literarios poscoloniales a los que también haré referencia cuando analice los textos literarios seleccionados para esta investigación. Además, la teoría del colonialismo interno influyó en el trabajo académico, intelectual y literario de los teóricos y escritores chicanos en los años setenta y ochenta. Algunas de las similitudes que existen entre estas dos teorías son el énfasis que ponen en la necesidad de descolonizarse de la cultura dominante y en construir una comunidad propia que se hace evidente en las obras poscoloniales escritas antes de los años ochenta, cuyos contenidos critican el mundo de los colonizadores y no sólo pretenden denunciar su sed de dominio, sino también reivindicar la cultura tradicional mexicana.
[2] El primer programa de estudios chicanos se impartió en 1968, en el California State College de Los Ángeles, California. En 1973, maestros, estudiantes y activistas comunitarios, formaron la Asociación Nacional de Estudios Chicanos, (NACS, por sus siglas en inglés) con el objetivo de unir el trabajo académico con el activismo social, generando así un foro de investigación crítica y conciencia social (Solórzano, 1995: 4).
[3] En la cultura mexica esta dualidad está representada por Ometecuhtli, creador supremo de todas las cosas, por lo que entre los aztecas se le identifica con Hutzilopochtli.
[4] La homosexualidad tiene diferentes matices en la cultura azteca, aunque no podemos afirmar categóricamente si era castigada, pues fue un práctica que tuvo lugar en las escuelas de los guerreros; sin embargo, los testimonios de los españoles afirman que era una práctica castigada por la sociedad en general, según menciona Fray Bernardino de Sahún: “Sodomita, puto (cuiloni, chimouhcui). Corrupción, pervertido, excremento, perro de mierda, mierducha, infame, corrupto, vicioso, burlón, escarnecedor, provocador, repugnante, asqueroso. Llena de excremento el olfato de la gente. Afeminado. Se hace pasar por mujer. Merece ser quemado, merece ser abrasado, merece ser puesto en el fuego. Arde, es puesto en el fuego. Habla como mujer, se hace pasar por mujer”.
[5] Los distintos pobladores de la franja fronteriza hasta finales del siglo XIX son los antecesores de los nuevos sujetos sociales fronterizos: “el cowboy intrépido, el bandolero, el colono de uno y otro lado, en fin, dieron paso, por el lado mexicano, al migrante legal y al indocumentado, que se movilizaron al suroeste norteamericano en busca de mejores oportunidades de empleo”. (Canales, 2003: 95)
[6] Existen varias versiones sobre el origen de la palabra chicano. Me parece que la versión que mejor explica esto es aquella que dice que los anglosajones que combatían a Pancho Villa miraban con desprecio a los revolucionarios más pobres, a quienes los generales de la Revolución Mexicana (1910) llamaban “chinacos”; sin embargo, los anglosajones, al desconocer el término, lo confundieron con “chicano”, y a partir de ese momento empiezan a utilizarlo de manera despectiva para referirse a los mexicanos del sudoeste de Estados Unidos.
*Parte del capítulo 1 («Desplazamiento de la cultura liminal») de mi tesis doctoral titulada «Alegoría de la frontera México-Estados Unidos. Análisis comparativo de dos escrituras colindantes», presentada en julio de 2008, en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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