Las virtudes del nuevo quehacer político

Seguramente no soy la única que no sabe dónde, cómo, qué proponer para tratar de entender lo que está sucediendo con el regreso de Trump al gobierno estadounidense o, como se ha dicho coloquialmente, con Trump 2.0, especialmente si, como yo, nos dedicamos a analizar el desplazamiento de las fronteras geopolíticas desde el 9/11 o lo que es igual a decir que analizamos las fronteras geopolíticas en lo que llevamos de este siglo.

En este primer cuarto del siglo XXI hemos sido testigos de tantos acontecimientos que es difícil identificar una correlación entre estos major events (como diría Derrida al referirse al ataque de las Torres Gemelas en 2001) o encontrar quizá la causalidad que nos permita seguir la hebra para deshacer el nudo, el caos, en el que, al parecer, estamos inmersos como sociedades capitalistas.

Lo que a bote pronto se intuye con la implementación Trump 2.0 es el devenir de un nuevo orden mundial contrario al de la guerra fría consistente en dos polos (comunismo vs capitalismo) donde, mediante la tensión entre ellos, era más evidente ubicar hacia dónde se inclinaba la balanza de un lado y del otro. Ahora la tensión la genera un solo personaje y no tiene contrapesos porque las economías han rotado alrededor de su sociedad, una sociedad altamente consumista que confundió libertad con enajenación.

Este personaje de la política internacional desconoce o prefiere no emplear el lenguaje de la diplomacia, contrario a ello utiliza el lenguaje del magnate, del que ostenta un gran imperio llamado Estados Unidos y que se ufana de poder someter a aquellos que no solo no ve como iguales, sino que tampoco son socios potenciales, como México. Por otro lado, tenemos el lenguaje de una mujer que llega a la presidencia por primera vez en un país maquilador que ha dependido durante medio siglo de la economía estadounidense. Una presidenta que afirma apegarse al diálogo binacional, al llamado del pueblo (siguiendo el estilo mesiánico de su antecesor), pero que en la práctica ha cedido a todos los caprichos de Trump en los últimos cuarenta días.

Ambas maneras de presentarse al mundo les han funcionado bastante bien a estos dos personajes de la política internacional y por ello ocupan la presidencia de sus respectivos países. Cada uno está haciendo lo propio para defender sus fronteras o lo que ellos llaman soberanía, para impedir la evidente guerra comercial que está a nada de iniciar entre estos dos países vecinos y de una larga tradición de comercio desigual.

Sheinbaum ha insistido en tres virtudes desde la llegada de Trump: “temple, serenidad y paciencia”. Trump, por su parte, ha insistido en la virtud del megalómano (ostentar el poder por el poder). Las primeras son las virtudes de quien está a la defensiva y espera el momento exacto para el ataque, las segundas son las virtudes del que siempre está a la ofensiva. Una congruencia con sus propios recorridos políticos. Un engranaje perfecto para, en nombre de la excepcionalidad soberana, dar paso a nuevas maneras de hacer política donde quizá la ideología ya no sea lo que impere, mucho menos el bien común, en todo caso la practicidad sin considerar los daños colaterales que sus decisiones traigan consigo a nivel mundial.

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