Continúo con mis lecturas de Derrida, mi próximo proyecto de escritura, uno al que he postergado por falta de tiempo y ahora que el tiempo me sobra decido ocuparlo en la acontecibilidad del testimonio. Testimonio en nombre propio que da cuenta del nombre común. A eso me dedico ahora, como hace veinte años. Y sí, como dice Derrida, el sentido archivable comienza con la impresora, con la presión de la palabra escrita, con su impresión y lo que se imprime de ella. Llevo dándole vueltas a una imagen y no estaba segura si abordarla o no, analizarla y cómo, pero siguiendo a Derrida me decidí por deconstruir lo indeconstruible (la posibilidad de lo imposible), donde el derecho no es a la justicia sino la justicia al derecho.
También he seguido puntualmente todo o casi todo el material científico, técnico, filosófico, que va dejando la pandemia a su paso por el mundo. Cerca de treinta mil artículos científicos se han escrito en estos meses para dar cuenta de este virus. Una cantidad menor pero no por ello menos significativa de textos filosóficos también se han escrito, las voces del presente que hacen historicidad de las causas, ya sea en el neoliberalismo, en el cambio climático, en la economía política y en un largo etcétera.
Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Byuan-Chul Han, Yuval Harari, Jean-Luc Nancy, Paul Preciado, Judith Butler y varias más (que se pueden leer en compilaciones que han sido incluso cuestionadas por la propia academia, como le sucedió a la Sopa de Wuhan), fueron los primeros en tratar de dar cuenta de lo ontológico, onto-teológico, teleo-escatológico. Es decir, de lo que nos esta pasando con el confinamiento: primero un exceso de autocuidado comunitario que se fue transformando en un olvido, otra vez, de lo social, del agenciamiento político. El miedo, el aburrimiento nos volvieron dóciles, nos condicionaron, a la señal ansiada de volver a estar en la calle, mientras fuimos entregando toda nuestra información a la virtualidad a la ciberseguridad, a la bioseguridad.
Mientras guardo los textos que se van publicando sobre la pandemia en mi biblioteca digital para darles lectura en algún momento, me he resistido a observar con detenimiento las fotografías, los videos, los testimonios gravados de viva voz, por la inmediatez de los mismos. La imagen es adictiva. Cautiva y desequilibra. Así me pasó con una en particular (de las tantas que se podrían seleccionar desde el inicio de la epidemia). Me refiero a la fotografía de los presos amotinados en las cárceles de El Salvador, que el propio gobierno compartió e hizo viral en pocas horas.
En la fotografía se observan cientos de presos (todos hombres) sentados en el piso, uno detrás de otro, con las piernas abrazando a quien tienen delante, manos amarradas por detrás de la espalda, torsos desnudos, cabezas rapadas, tatuajes en la cara, en el torso, en los brazos, en las piernas, algunos usan cubre bocas, todos se rosan en un gesto de absoluta privación de la individualidad.

Mi primera impresión fue desasosiego, clamor. La volví a ver cuando subieron un tweet resaltando con un círculo rojo la cara levantada de uno de ellos. El único que tiene la mirada fija en quien da testimonio del acontecimiento, el fotógrafo. DIGNIDAD, se lee con mayúsculas en el tweet. Las preguntas no dudaron en aparecer, las respuestas siguen sin llegar. ¿Dignidad es un título para esta fotografía cuando los gobiernos se ensañan en deshumanizar a quienes viven en encierro, condicionando su voluntad por las causas que los llevaron a la cárcel y dadas las circunstancias del confinamiento global?
Derrida afirma en Espectros de Marx que “lo espectacular se convierte en lo espectral desde el umbral de esa naturalización objetivante” (Derrida, 1998: 175). Me demoré primero en decidir si escribir sobre esta fotografía, precisamente para evitar caer en esa naturalización objetivante de los biocuerpos del encierro. También me demoré en terminar de escribirlo porque cada tanto regreso a una pregunta que me hago desde hace más de un año ¿cómo deconstruir lo indeconstruible? cuando aludimos a “cierta experiencia de la promesa emancipatoria” (Derrida, 1998: 73).
Siguiendo a Derrida, es indispensable evitar poner en peligro toda democracia en beneficio de unos cuantos, como ha sucedido hasta ahora:
La hegemonía político-económica, al igual que la dominación intelectual o discursiva, pasa, como jamás lo había hecho en el pasado, ni en tal grado, ni en tales formas, por el poder tecno-mediático —es decir, por un poder que a la vez, de manera diferenciada y contradictoria, condiciona y pone en peligro toda democracia— [cursivas en el original].
(Derrida, 1998: 67)
No me quiero adelantar a mi circunstancia porque lo que todavía está por venir es el desconfinamiento, esa promesa emancipatoria que se observa relativamente inmediata para algunos. Sin embargo, considero que a lo que nos convoca este confinamiento es a pensar esa promesa emancipatoria para todos y todas quienes habitamos este universo (sin ensañarnos o a costa de quienes son más vulnerables, carentes de opciones, dada la precarización de sus condiciones de vida, resultado de una voraz desigualdad mundial).
Con las fotografías que el propio gobierno de El Salvador publica hace evidente que su presidente atiende no solo a un discurso antidemicrático, violatorio de los derechos humanos, autoritario y condicionado por la naturalización de la violencia en la región (lo mismo que en el resto del mundo), sino también a una domesticación de los biocuerpos como ya ha quedado expuesto en los textos de Harari, y recientemente de Byung-Chul Han, derivado de la bioseguridad, como medida de control de la población en otras regiones del mundo asiático, principalmente:
Los países asiáticos, que creen poco en el liberalismo, han asumido con bastante rapidez el control de la pandemia, especialmente en el aspecto de la vigilancia digital y biopolítica, inimaginables para Occidente. Europa y Estados Unidos están tropezando. Ante la pandemia están perdiendo su brillo. El virus no detiene el avance de China. China venderá su estado de vigilancia autocrática como modelo de éxito contra la epidemia. Exhibirá por todo el mundo aún con más orgullo la superioridad de su sistema. La Covid-19 hará que el poder mundial se desplace un poco más hacia Asia. (Han, 2020)
https://www.mdzol.com/mundo/2020/5/17/un-filosofo-surcoreano-es-tendencia-por-sus-definiciones-sobre-el-covid-19-79774.html
Esta fotografía no es la única imagen que da cuenta, de forma teatral, del acontecimiento por venir en lo que queda de este año, existen muchas más que reproducen la precariedad con el deseo de contar lo que nos espera si no atendemos, por miedo, las “nuevas condiciones”, bajo el siguiente supuesto autoinmune:
El yo vivo es autoinmune, ellos no quieren saberlo. Para proteger su vida, para construirse en único yo vivo, para relacionarse, como lo mismo, consigo mismo, éste no tiene más remedio que acoger al otro dentro de sí (la différance del dispositivo técnico, la iterabilidad, la no-unicidad, la prótesis, la imagen de síntesis, el simulacro, y eso empieza con el lenguaje, antes que él, otras tantas figuras de la muerte) y debe, por consiguiente, dirigir a la vez hacia sí mismo y contra sí mismo las defensas inmunitarias aparentemente destinadas al no-yo, al enemigo, al opuesto, al adversario [cursivas en el original]. (Derrida, 1998: 159)
(Derrida, 1998: 159)
El no-yo en época de pandemia somos todos y todas. Ese es el proceso teatral que debemos deconstruir para dar paso a esa promesa emancipatoria que no consiste en un proyecto o un programa económico, de salud pública, de política internacional, sino en una promesa a los biocuerpos que han (hemos) vivido confinados a la precariedad, a lo espectral, a la naturalización objetivante en una democracia carente de salidas realistas y basadas en un “pensamiento afirmativo de la promesa”. El desconfinamiento metafórico es el acontecimiento por venir de la emancipación.

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