Llegó el fin de año, no así el fin de la pandemia. Llegó la vacuna, no así la cura. Escribo la tercera parte de un texto que prometía para acabarse antes, como también la pandemia que se desató ya hace un año. Por lo menos esas eran mis expectativas, como también de muchas, cuando de un día para otro nos vimos de cara a lo desconocido: un virus nuevo, muy contagioso y letal, del que a la fecha no se tiene una cura, solo varias vacunas y en dosis no suficientes para paliar la enfermedad en todo el mundo, no por ahora.
Escribo desde un lugar alejado de la ciudad de México, un lugar que decidí fuera el de mi confinamiento la última parte de este año sabático que también llega a su fin. Un año agotador en todos los sentidos, especialmente en el hecho de estar mentalizada para estar sana, sin importar el costo emocional que eso ha traído consigo y del que ahora soy consciente, el aislamiento, el confinamiento, la sana distancia, el no poder abrazar a la gente cercana que se ha ido contagiando, el no poder abrazar a quienes se les ha muerto un familiar, para ello no hay vacuna ni cura, pasarán años para que poder reponernos anímicamente de este otro trauma, si la salud nos lo permite.
¿Qué nos ha dejado la pandemia? Lo que empezó como un acto de solidaridad global, donde la gente salía a los balcones de su casa, cuando las medidas de confinamiento en ciertos países se recrudecieron, para animarse, animar a sus vecinos, aplaudir al personal de salud, poco a poco se fue transformando por un estado de anomia social. Conforme avanzaban los meses y la pandemia no cedía ni tampoco se encontraba algún medicamento que la hiciera menos letal, la gente se resguardó en el ostracismo al que nos convocaba el confinamiento: el teletrabajo (como lo han traducido en México), las telereunionesfamiliares, los teleeventosacademicos y demas telemanifestacionesdeafecto, aunado al uso indiscriminado de redes sociales. Trasladamos nuestra ansiedad, hipocondría, desasosiego y demás emociones al ámbito de lo público, a ganar seguidores, a volcarnos hacia afuera, porque hacia adentro ya estábamos confinados. Esa nueva algarabía de la solidaridad global regresó con el anuncio de la vacuna.
La semana pasada, por lo menos en México, transmitieron por todos los medios el aterrizaje del avión de DHL que cargaba las primeras 3 mil vacunas, y el evento se vivió o nos lo vendió el gobiernos como si por fin el humano hubiera conquistado Marte. La gente se vanagloriaba del trabajo en equipo que han hecho los y las científicas en todo el mundo, aplauden el espíritu colaborativo como si fuera un milagro en la ciencia. Recién leí una entrevista que le hacían a Harari, historiador israelí, y comentaba precisamente eso, antes no se compartía la información, por qué ahora sí. Creo que la pregunta está mal formulada, por qué nos sorprende tanto que sea posible que en menos de un año se haya desarrollado una vacuna. Y tengo dos respuestas. La primera: se invirtió mucho dinero público-privado para poder contar con las mentes más brillantes y con la tecnología más avanzada y necesaria para secuenciar la información del virus. La segunda: la disposición de poner el conocimiento al servicio de la sociedad, no necesariamente por una cuestión altruista, sino porque el sistema de salud estaba desvalijado y era más rentable informar y hacer corresponsable de la cura a la sociedad que invertir en más hospitales y trabajadores del sistema de salud, era más rentable invertir en una vacuna, incluso a largo plazo, que asumir los daños colaterales del desmantelamiento de la seguridad social en todo el mundo (que incluye la muerte de millones de personas provocados por la suma de la enfermedad que causa el virus de la mano de las comorbilidades).
La «vacunacionalización», como leí en el tuit de alguien, es lo que nos ha dejado la pandemia. Y me parece que lo resume muy bien. Por un lado la expectativa nuevamente en la ciencia, en lo que podemos creer y tener certezas, con los riesgos que eso conlleva (que paradójicamente no implica inversión en investigación y desarrollo, por lo menos no en México). La nacionalización de ciertos sectores de servicios, incluido el de salud, tecnología, educación, una forma de revivir la época de la guerra fría o de empezar una nueva saga, de ahí que tengamos vacunas chinas, rusas, alemanas, estadounidenses. La manipulación política del uso que se les da a los bienes públicos, la vacuna en sí es un ejemplo de ello, como lo estamos viviendo en el país. Y, finalmente, no por ello menos importante, lo que empezó como solidaridad global, una vez que llegó la vacuna (finita en sí), mostró nuevamente esa cara depredadora de la condición humana.
¿Que no hemos aprendido? A esperar. Contrario a lo que se vivía hace un siglo, guerras mundiales, donde la gente salía a la calle a defender su vida o se escondía para seguir viva, en este siglo nos ha tocado esperar y no hemos aprendido a hacerlo. Y esperar no necesariamente es una actitud pasiva de cara a la problemática, sino una cuestión ontológica que implica conceder al otro el resguardo de uno mismo. Hemos de esperar a que no nos contagiemos, hemos de esperar a que se descubra la cura, hemos de esperar a que nos llegue el momento de vacunarnos, hemos de esperar a poder salir del confinamiento, hemos de esperar para poder abrazarnos. Hemos de aprender a esperar en sociedad, esa es la promesa emancipatoria de este siglo.
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