Tijuana es la frontera de mi inspiración. En cualquier referencia a mi trabajo fronterizo siempre está Tijuana, ya sea desde la teoría literaria o desde la ontología política. Tijuana es la frontera de la que me enamoré hace más de veinte años y desde la que propuse el modelo epistemológico de la frontera.
En Tijuana he estado en diferentes momentos por temporadas cortas y algunas otras más largas haciendo investigación de campo, visitando a mi familia o simplemente porque el boleto de avión es más económico si quieres cruzar al otro lado.
Tenía diez años de no pasar algunos días en Tijuana antes de cruzar a San Diego. Tenía rato que no visitaba ninguna frontera, quizá desde 2017, pero seguí escribiendo sobre fronteras con la duda de si después de la pandemia todavía esas fronteras que conocía y de las que siempre me sentí parte seguían estando ahí.
En 2021 escribí un texto sobre la Little Haití, asentamiento de personas haitianas que habían entrado a México por Tapachula y se fueron quedando en Tijuana con la esperanza de que Estados Unidos les emitiera algún tipo de visa durante la pandemia. Un timming muy desafortunado para quienes se quedaron esperando una resolución a sus solicitudes de asilo porque Donald Trump, siendo presidente de Estados Unidos, decidió aplicar el Título 42, cerrar la frontera terrestre al cruce de personas e impedir cualquier trámite durante y después del confinamiento.
Quizá la población haitiana es la que menos posibilidades tiene para volver a su país en el mediano plazo; por lo que, basándome en lo que pude observar mientras viví en Monterrey durante el segundo semestre de 2021, en las visitas que hice a los albergues, en las notas periodísticas que revisaba a diario, en lo que mis colegas me compartían, en los videos que alcancé a revisar durante 2018-2019, cuando entraron las caravanas migrantes más numerosas por el sur de México, y en lo que estaba proponiendo desde la ontología política, decidí escribir un texto sobre las juventudes haitianas que estaban encerradas en el país, junto con muchas más personas migrantes provenientes de diferentes continentes, sin ninguna posibilidad de cruzar al otro lado mientras no se levantara el confinamiento mundial.




Hace unas semanas me escribieron para preguntarme si el texto que había escrito seguía vigente porque los coordinadores de la publicación habían tenido que cambiar de editorial. Dudé y dije que no estaba segura del texto. No estaba convencida de lo que había escrito porque desconocía el lugar donde se habían asentado las personas haitianas en Tijuana y quería corroborar con mis propios ojos si era correcta la interpretación que había realizado, desde la ontología política, sobre las comunidades revocadas.
Decidimos que dejaría el texto y si se aprobaba la publicación entonces podía hacer los cambios que creía convenientes. Gané tiempo con esa decisión, pude viajar a Tijuana y buscar la dichosa Little Haiti. Hice el mismo recorrido que he hecho desde hace veinte años: caminar la Av. Revolución, pasarme por la calle 6ª, tomar un taxi para ir a Playas a ver si el muro que divide a México de Estados Unidos sigue ahí, tomar un café viendo el Pacífico y añadí una parada más. Negocié con el taxista, una vez que había revisado en Google Maps dónde estaba la Little Haiti, para que me llevara a dar una vuelta y corroborar lo que en teoría estaba proponiendo.
Desde siempre los taxistas han sido mis informantes. Al estudiar fronteras, y no migración, mi objeto de estudio son las zonas de convivencia fronteriza y no las personas en tránsito; es decir, exclusivamente realizo observación participante en las fronteras que visito y contrato taxistas para que me lleven a recorrerlas. En el camino les hago preguntas sobre las dinámicas fronterizas que observo y casi siempre me contestan y me cuentan de su vida. Una metodología que desarrollé con los años puesto que por una cuestión ética (algo sobre lo que realmente se discute poco) evito las entrevistas con las personas migrantes.
El taxista oaxaqueño que tenía más de veinte años de vivir en Tijuana conocía muy bien la ciudad y la zona donde está la Little Haití. En la negociación del precio del viaje me dijo que íbamos a tomar terracería por lo que el costo era superior al que me imaginaba. Volví a sentir el hormigueo en el estómago y no dudé en decirle que sí. Agarró camino y nos fuimos perdiendo entre los laberintos de otra ciudad que se abría al interior de los recovecos de los cañones, una orografía frágil dañada por el ser humano, un ecocidio del gobierno mexicano.
Mientras avanzabamos por los cañones desgajados por las lluvias y las casas construidas sobre cimientos de llanta y sobrantes varios, la arquitectura de la corrupción que da pie a fraccionamientos en terrenos deforestados y sin servicios, el taxista me contó que las personas haitianas compraron los terrenos que están sobre el Cañón del Alacrán, no se los regalaron, y que muchos ya no viven ahí, se han ido moviendo al centro.
Topamos con una pick up que impedía el paso hacia la Little Haiti, las lluvias hicieron intransitable el camino de tierra hecho lodo y piedras. Me fue imposible llegar al asentamiento que quería observar ahí, pero pude evidenciar que, a diferencia de la que me había imaginado, éste forma parte de una ciudad perdida, de un cinturón de miseria, otro más en la ciudad.
Cañón del Alacrán, Tijuana. Fotos de Claudia Guerra, 2023.
Tendré que cambiar el enfoque del texto y mi análisis sobre la comunidades revocadas. Romanticé el asentamiento de personas haitianas. Hasta hace unos días estaba convencida de la frontera como la posibilidad del encuentro dialógico con lo otro, la hipótesis con la que he trabajando los últimos veinte años.
Estaba convencida que la comunidad haitiana podría acelerar, potenciar, un modelo de sociedad distinto donde las culturas, las lenguas, las tradiciones se fundieran como sucedió hace décadas con el spanglish. Lo que pude observar en un fin de semana fue muy diferente a lo que antes había analizado. Tijuana ya no es la frontera que yo conocía. Las fronteras ya no son el crisol dialógico. Tijuana, Juárez, son la otra frontera, la que desconozco
La otra frontera ya no está fuera del país sino dentro; la otra frontera ya no es el muro con Estados Unidos o Guatemala; la otra frontera es la propia demarcación de las ciudades fronterizas; ciudades que fueron abandonadas por los gobiernos que dejaron crecer la marcha urbana y por la población en general que no denuncia la omisión, la corrupción, la negligencia de la que también forma parte. La pandemia sí pasó factura y no estamos actuando en consecuencia.
Los gobernantes mexicanos, como lo vimos con la muerte de migrantes calcinados en una estación migratoria, son indolentes a la vida humana, están tan ocupados con el extractivismo del fenómeno migratorio (como también lo podemos observar en ciertas prácticas académicas y de la sociedad civil) que les da lo mismo si mueren migrantes que ecosistemas.
El cruce fronterizo entre Tijuana y San Diego por la garita de Otay que realicé hace un par de días lo he sentido como el más duro, afectivamente hablando, pues se suma a la impotencia, la frustración, el desasosiego de lo que sucedió en Juárez hace una semana. Salí de Tijuana con muchas imágenes no solo de la precariedad también de la miseria. El panorama no es alentador para los siguientes años, los ecocidios son alarmantes en la zonas de convivencia fronteriza, la necropolítica es cosa del pasado, estamos en otro momento de las geopolíticas fronterizas que me resulta imposible nombrar.