Para los fines de esta investigación he tomado como punto de referencia histórica la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848),[1] porque a partir de este momento se establecen nuevas formas de sociabilización entre México y Estados Unidos, resultantes de la política colonizadora que el gobierno estadounidense emprendió con el inicio de la guerra de invasión de 1846, cuyos objetivos consistían en que Texas se independizara del gobierno mexicano y que se estableciera el Río Bravo como delimitación geográfica entre ambos países. Con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo se acordó que México vendería más de un millón y medio de kilómetros cuadrados a Estados Unidos, que incluían los estados de Arizona, California, Nuevo México, Utah, Nevada y parte de Colorado: tierra rica en petróleo, minerales y propicia para la agricultura y la ganadería, a cambio de terminar con la guerra. Estados Unidos, por su parte, se comprometió a respetar las propiedades de los mexicanos establecidos en esos estados y a reconocerlos como ciudadanos estadounidenses; así como a pagar “15 millones de pesos a cuenta de los territorios apropiados” (Valenzuela, 2003:18). No obstante, los asentamientos demográficos existentes entre México y Estados Unidos se empiezan a regular hasta 1889, cuando se constituye la Comisión Internacional de Límites.[2] Esta situación provocó que los mexicanos que habitaban los territorios cedidos dejaran de ser ciudadanos independientes para convertirse en ciudadanos neo-colonizados por la cultura estadounidense, como menciona Gloria Anzaldúa, escritora chicana: “It left 100,000 Mexican citizens on this side, annexed by conquest along with the land. The land established by the treaty as belonging to Mexicans was soon swindled away from its owners. The treaty was never honored and restitution, to this day, has never been made.” (Anzaldúa, 1999: 29)

Una vez demarcada la frontera entre México y Estados Unidos, y asentadas las nuevas poblaciones, se empiezan a generar diversos enfrentamientos entre los pobladores debido a la inconformidad que existía entre las comunidades colonizadas que se vieron en situación de extranjeros dentro de su propia tierra; sobre todo las comunidades indígenas de la región: los kiliwas, paipais, cucapás, yaquis, mayos, guarijíos, apaches, navajos, entre otros, porque eran consideradas “tribus salvajes”.[3] Estos enfrentamientos tuvieron dos facetas, la primera consistió en enfrentamientos violentos que no solucionaron los problemas raciales, e incluso los agravaron; la segunda, en aplicar la resistencia pacífica, situación que trajo como consecuencia la reinvención de las fronteras territoriales y de las étnico-culturales. La reinvención de la frontera entre México y Estados Unidos como entidad transfronteriza implicó un cambio en las estructuras culturales de los mexicanos que habitaban el nuevo país y en la configuración de los estados fronterizos del norte de México, resultado, entre otros factores, de una viciada relación de dependencia económica entre ambos países, donde México ha sido el principal proveedor de mano de obra barata de Estados Unidos, entre otros recursos; aunque, en momentos de crisis económica, el gobierno estadounidense simula que restringe el acceso a la migración ilegalizándola mediante la promulgación de leyes y el establecimiento de muros arbitrarios que coartan el libre tránsito entre países.

Esta situación de estira y afloje de la política migratoria estadounidense se ha convertido en un lugar común desde el inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando el gobierno de Estados Unidos promulgó reglamentos que permitieron el ingreso temporal a migrantes mexicanos para que trabajaran en la agricultura, minería y construcción de vías de comunicación. Sin embargo, esa situación se revirtió con la depresión económica que sufrió Estados Unidos en 1929, momento en el cual el gobierno estadounidense repatrió a miles de mexicanos debido al incremento en los índices de desempleo. En 1942, con la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos vuelve a necesitar mano de obra para el campo, y, como en México no había una continuidad en los proyectos laborales debido al reparto agrario cardenista y al aletargado desarrollo industrial, ambos países firman el Programa de Braceros (aplicado hasta 1964), que permitía a ciudadanos mexicanos trabajar en el sector agrícola estadounidense. Sin embargo, una vez más, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense, temiendo el incremento de inmigrantes con visa temporal y permanente, inició una campaña masiva de deportación conocida como Operación Espalda Mojada. A partir de los años sesenta, las comunidades minoritarias asentadas en Estados Unidos, sobre todo la mexicoamericana y la afroamericana, toman conciencia de su situación de subordinación con respecto al régimen dominante y conforman diversos movimientos sociales pro derechos humanos, entre ellos el movimiento chicano  que repudiaba la opresión social y cultural provocada por el racismo y la estigmatización del mexicano como sujeto de segunda promovida por ciertos sectores de la comunidad estadounidense: los miembros más recalcitrantes de la supremacía blanca como el Ku Klux Klan y el Minuteman.[4] Estos movimientos sociales también trataban de evitar que los jóvenes fueran reclutados como carne de cañón para la guerra de Corea y para la guerra de Vietnam (como también sucedió en las últimas guerras con el Medio Oriente), a cambio de obtener la ciudadanía y el reconocimiento de la comunidad estadounidense.

Al finalizar la década de los sesenta, la dependencia se revierte y Estados Unidos deja de necesitar mano de obra, pero la cada vez más endeble situación económica de México provoca un aumento en el desempleo y en el subempleo, genera desigualdades en la distribución del ingreso, desalienta la inversión privada y estatal en la agricultura, entre otros factores económicos que propician la emigración rural hacia centros urbanos, incluidos los estados fronterizos de México y de Estados Unidos.

La macroeconomía mexicana continuó a la baja y tocó fondo en la década de los ochenta, momento en donde inicia la crisis que sigue vigente hasta nuestros días y que evidencia, por un lado, el incremento gradual de la pobreza y la desigualdad en México; por el otro, una nueva forma de vida que se relaciona con el constante intercambio monetario entre el dólar y el peso, provocada por la mundialización o globalización de la economía iniciada también en la década de los ochenta, cuando varios de los países latinoamericanos, entre ellos México, abrieron sus fronteras y abandonaron su política nacionalista.[5] Esta situación de intercambio monetario es otra forma de dominación económica-cultural que repercute en la configuración urbana de la frontera, como menciona Anzaldúa: “I remember when I was growing up in Texas how we’d cross the border at Reynosa or Progreso to buy sugar or medicines when the dollar was worth eight pesos and fifty centavos.” (Anzaldúa, 1999: 32)

Resultado de la globalización y de la implementación de las prácticas neoliberales, en 1994 se firma el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC, o NAFTA por sus siglas en inglés), que pretendía impulsar la economía de la región conformada por México, Estados Unidos y Canadá, mediante el intercambio de productos y procesos productivos, así como eliminando ciertos aranceles. Sin embargo, hasta ahora no se han propuesto los mecanismos que regulen el libre tránsito de ciudadanos, por lo que, también en 1994, Estados Unidos erige el “Muro de la Vergüenza”, muro que limita el paso entre Tijuana y San Diego para evitar la migración ilegal provocada por el aumento en la oferta laboral, por el auge de la industria maquiladora asentada en la franja fronteriza y por la demanda de servicios. La cantidad de obreros mexicanos indocumentados que viven en Estados Unidos se disparó de un aproximado de un millón de trabajadores a mediados de la década de 1990, a seis millones hoy en día  (Pastor, 2006: 13).

Desde hace un par de décadas, la dependencia entre Estados Unidos se empieza a expandir a otros sectores como la política, donde el voto del migrante se ha vuelto decisivo en las elecciones de ambos países, y sigue presente en las redes sociales y económicas que se entretejen entre los estados fronterizos. Esta dependencia fluctuante y ondulatoria circunscribe los comportamientos sociales, las prácticas culturales y las expresiones artísticas, pues al analizar la obra literaria que se ha producido desde mediados del siglo XIX es posible observar este movimiento cíclico de manera figurativa, donde la yuxtaposición de situaciones narrativas, alusivas a la colonización de la frontera, es tema central de los textos de ficción hasta finales del siglo pasado.

En capítulos posteriores abordaré con más precisión el análisis de las obras literarias de las últimas décadas. Hasta ahora sólo he mencionado los factores histórico-económicos que propiciaron la conformación de la frontera entre México y Estados Unidos como actualmente se conoce. No obstante, también es necesario abordar cómo se llevo a cabo la urbanización de esta franja fronteriza de 3,152 kilómetros de largo que une a México con Estados Unidos, donde cohabitan más de doce millones de personas (las cifras oficiales revelan que existen 11 millones de inmigrantes en Estados Unidos, de los cuales seis millones son mexicanos, mientras que el resto provienen de Centroamérica y Asia), pues el fenómeno urbano es una variable a analizar en la literatura fronteriza.


[1] El nombre completo es: Tratado de paz, límites y arreglo definitivo entre la República Mexicana y Estados Unidos de América, firmado en Guadalupe Hidalgo el día 2 de febrero de 1848.

[2] Existen otros factores económicos, políticos y sociales que determinaron el posterior poblamiento de la región: La Independencia Mexicana generó una situación de debilidad estatal que repercutió en una crisis política y económica a partir de la cual se gestó la independencia de Texas en 1836; la firma del Tratado de la Mesilla en 1853, donde México vende el territorio que lleva ese nombre situado al norte del estado de Chihuahua; y el establecimiento de la Comisión Internacional de Límites en 1889, cuando la separación entre las dos naciones toma mayor relevancia.

[3] El fenómeno de la migración ha provocado que grupos étnicos de otras partes del sur y centro de la República Mexicana, como los mixtecos, zapotecos, tarascos y nahuas, se trasladen a la zona fronteriza entre México y Estados Unidos, superando, en varias regiones, a los grupos nativos, los cuales son nómadas por naturaleza, mientras que los migrantes son sedentarios y con tasas de natalidad superiores. En este sentido, el total de la población indígena no ha variado considerablemente desde 1848, cuando existían 160,000 indígenas, contra los 119,143 que actualmente cohabitan en la franja fronteriza, de los cuales 39,382 son mayos que viven en los estados de Sonora y Sinaloa (Garduño, 2003: 152).

[4] Esta organización, todavía vigente, de civiles estadounidenses, se encarga de preservar el orden y la paz en sus comunidades, tomando la ley en sus manos para defenderse de los ilegales mexicanos, principalmente: “The Minuteman Project (MMP) is a citizens’ Vigilance Operation monitoring immigration, business, and government.” Para más información consultar: www.minutemanproject.com (Quise consultar la página el 31 de enero de 2008 y la página ya no se encuentra disponible.)

[5] Es a partir de la década de 1980 que los estudios culturales europeos y estadounidenses dejan de abocarse a lo nacional y empiezan a incursionar en otros países como resultado “de la liberación comercial, del alcance global incrementado de las comunicaciones y el consumismo, de los nuevos tipos de flujos migratorios y laborales y de otros fenómenos transnacionales” (Yúdice, 2003: 110).

*Parte del capítulo 1 («Desplazamiento de la cultura liminal») de mi tesis doctoral titulada «Alegoría de la frontera México-Estados Unidos. Análisis comparativo de dos escrituras colindantes», presentada en julio de 2008, en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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