La ironía no es cosa de bromas.
Schlegel
La migración se ha vuelto un tema de gran relevancia en la actualidad debido, principalmente, a que ha destapado la caja de Pandora en cuanto a problemáticas sociales se refiere, puesto que afecta tanto a las comunidades de los países expulsores como a las comunidades de los países receptores de migrantes. Situación que se ha vuelto lugar común en las discusiones académicas y políticas sin que necesariamente se enfrenten dichas problemáticas de forma frontal, pues si bien es cierto que la movilidad humana, el nomadismo, la migración es tan natural como el sedentarismo, lo cierto es que hasta ahora se empiezan a sentir los estragos que se le imputan a la migración. Sin embargo, en el fondo el problema real alude a la desigualdad económica imperante en el mundo, a la ausencia de un estado de derecho en ciertas regiones, a la falta de opciones de desarrollo en el país de origen, a los sistemas de educación anacrónicos, entre muchas otras situaciones vinculadas directamente con la explotación y enriquecimiento ilícito de las grandes corporaciones, auspiciados por políticos corruptos, sobre todo en países como el nuestro. De tal suerte, la migración ha sido abordada desde diferentes aristas y disciplinas o áreas del conocimiento. Una de éstas es precisamente la literatura.
En la literatura universal siempre ha estado presente el tópico de la movilidad humana, ya sea desde narrar las aventuras propias del descubrimiento de nuevos mundos y reforzando el tratamiento épico de las obras; o desde el hecho histórico de conquistar y colonizar continentes; o desde el éxodo religioso y del exilio posterior a las guerras mundiales. Sin embargo, hasta finales del siglo XX la migración es un tema que alude a una problemática de desigualdad económica. Situación que no es casual pues entre los siglos XIX y XX se establecen ciertos criterios geopolíticos para demarcar las fronteras territoriales como actualmente las conocemos. De ahí que la migración se vuelva el pretexto literario para hablar de corrupción, narcotráfico, explotación laboral, racismo, xenofobia, feminicidios, entre otras temáticas que podemos encontrar en la literatura actual, sobre todo en regiones que conforman parte de las fronteras más complicadas del mundo, como podría ser la frontera sur y norte de México, la frontera Saharaui, la frontera Israel-Palestina, la frontera Marruecos-España, entre otras.[2]
Mucho del trabajo que he realizado hasta ahora consiste en analizar la literatura del norte de México y del sureste de Estados Unidos, abordando casi siempre el vínculo migración-frontera desde una perspectiva urbana-cultural, tratando de desmembrar los complejos procesos identitarios por los que atraviesan los migrantes o los sujetos que habitan las fronteras, procesos que se vinculan con la lengua, la familia, la religión, entre otros constructos socioculturales que conforman la subjetividad y el imaginario (personal y colectivo). De ahí que escritores de diversas regiones hayan encarnado sus experiencias migrantes o fronterizas para darle vida a sus personajes.
Lo que ahora intentaré hacer en este texto es repensar la migración desde otro ámbito que no es precisamente el buscar mejores condiciones económicas de vida, sino como una crítica a la modernidad, proyecto de finales del siglo XIX que promueve la emancipación del hombre mediante la razón y la ciencia mediante el posicionamiento de procesos productivos y económicos que no contribuyeron en su momento (ni en nuestros días) a definir los caminos para lograr el bienestar social de la población mundial. Para ello utilizaré el texto de Franz Kafka, titulado América, en el que se narran las aventuras de Karl Rossmann, un joven alemán que es enviado a Estados Unidos por sus padres cuando éstos se enteran que dejó preñada a una de sus servidumbres.[3]
Esta novela es particular porque además de que no está terminada, al parecer Kafka nunca visitó Estados Unidos pero logra captar la esencia de la ciudad de Nueva York y del “American dream” de principios del siglo XX: una ciudad descrita de forma grandilocuente, donde los referentes simbólicos del proyecto de la modernidad están presentes desde el inicio del texto:
Cuando Karl Rossmann —muchacho de dieciséis años de edad a quienes sus padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo un hijo de él— entraba en el puerto de Nueva York a bordo de ese vapor que ya había aminorado su marcha, vio de pronto la estatua de la libertad, que desde hacía rato venía observando, como si ahora estuviese iluminada por un rayo de sol más intenso. Su brazo con la espalda se irguió como un renovado movimiento, y en torno a su figura soplaron los aires libres. [las cursivas son mías] (288)
Escrita en 1912, América es uno de esos textos que Kafka pidió a Max Brod, su editor, que quemara junto con otros libros. Algunos críticos afirman que es una novela menor si se le compara con El Castillo o El Proceso, porque los elementos retóricos a los que nos tiene acostumbrados resultan demasiado obvios. Desde mi perspectiva, dichos elementos sólo se reconocen cuando conoces la obra de Kafka, y ubicas en el ambiente hostil, laberíntico, desmesurado del barco donde viaja el protagonista o del Hotel Occidental donde trabaja como ascensorista, la ansiedad de estar solo y de enfrentarse a un mundo desconocido.
De igual forma, en esta novela está presente la figura de autoridad masculina que repudia y rechaza Kafka, al igual que en otros textos como Carta al padre o La Metamorfosis, tanto en el tío que acoge al joven Rossmann por una temporada y trata de “educarlo” para que se pueda desenvolver en su nuevo país, ya sea aprendiendo inglés o aprendiendo a tocar el piano; como en la figura del portero mayor y del camarero mayor, ambos empleados del Hotel Occidental y jefes inmediatos del protagonista; o en la figura del policía que lo detiene en la calle una vez que fue despedido del Hotel y le pide los papeles que lo identifican como ciudadano o, en su defecto, como extranjero con permiso para trabajar en Estados Unidos, permiso que obviamente no tiene:
—Sí, pues —dijo Karl; de manera que también en los Estados Unidos era característico de las autoridades que preguntaran expresamente lo que estaba a la vista. (¡Cuánta mala sangre se había hecho su padre por esas preguntas insistentes e inútiles de las autoridades, con motivo de la tramitación de su pasaporte!) Karl sentía unas ganas tremendas de escaparse, de esconderse en alguna parte, para ya no tener que escuchar ninguna clase de preguntas. [las cursivas son mías] (457)
Bastantes son los teóricos que han analizado la obra de Kafka y muchos de ellos no terminan por ponerse de acuerdo respecto de si es un escritor fantástico. Todorov, al afirmar que “la literatura fantástica no es más que la mala conciencia de ese siglo XIX positivista” (Roas, 2001: 25), rechaza la posible continuidad de la literatura fantástica en el siglo XX —lo que de entrada niega la posible ficción en los textos de Kafka— al afirmar que la función social de ésta ha sido reemplazada por el psicoanálisis. Marthe Robert, apoyando la teoría todoroviana, afirma:
Lo supuestamente fantástico en Kafka no es sino el instrumento del que saca un máximo de precisión realista: sus metamorfosis no hacen más que reproducir visualmente las consecuencias extremas de un proceso psíquico determinado, captado con un extraordinario sentido clínico. (Robert, 1985: 283)
Otros autores, como Alazraki, Reisz o Campra, sitúan la obra de Kafka en otro tipo de fantástico, aquel donde se rompe con los esquemas del fantástico tradicional que había perdurado en la época victoriana, dejando a un lado las historias de vampiros y fantasmas, para abrir paso a una literatura pseudafantástica o neofantástica, donde generar miedo ya no es el componente principal: lo ominoso cede paso a lo onírico y éste, a su vez, a la trasgresión de la realidad: la realidad de uno mismo.
No es posible afirmar que América pertenezca propiamente al ámbito fantástico porque tanto la descripción de los lugares como la de los personajes representan el esquema de la realidad kafkiana: escritor realista de principios de siglo XX que hace de los temas “universales”, como la verdad y la justicia, el hilo conductor de su vida y obra; temas que se articulan con el hombre que se confronta a sí mismo, luchando contra sus propios demonios:
Karl miró al agente de policía, cuyo deber era restablecer allí el orden, entre gente extraña que sólo pensaba en sí misma; y algo de sus preocupaciones generales se le contagió también a Karl. Él no quería mentir y mantenía las manos tras su espalda, estrechamente entrelazadas. [Las cursivas son mías] (460)
En todo caso, en este texto lo que predomina es la ironía como recurso retórico, donde lo objetivo y lo subjetivo se funden provocando dudas en el actuar, entre el deber ser y el ser. Esto es posible en la novela gracias a que la ironía kafkiana consiste en que el narrador represente el eiron clásico, el presuntamente más ingenuo de los narradores, personificado por Karl Rossmann, quien a los ojos del lector simula ser cándido, inexperto, crédulo, lo que puede incluso llegar a molestar, sobre todo cuando se ve afectado por Delamarche y Robinsón, dos extranjeros que se encuentra en el camino y que no solo lo roban y lo asechan sino que también lo tratan como inútil:
—Sí —dijo Delamarche que ahora había tomada la palabra, entusiasmándose y comunicando al mismo tiempo, con las manos en los bolsillos un movimiento ondulatorio a toda su bata—, es una buena pieza, éste. Mi amigo [Robinsón], el que está en el coche, y yo lo habíamos recogido casualmente en plena miseria; no tenía él entonces no el menor asomo de conocimiento de las condiciones de América, pues acababa de llegar de Europa; de allí también lo echaron por inútil [refiriéndose a que lo habían corrido del Hotel Occidental debido a un zafarrancho provocado por Robinsón]; y bien, lo arrastramos con nosotros, le permitimos vivir a nuestro lado, lo instruimos acerca de las cosas; queríamos conseguirle un empleo; nos proponíamos hacer de él todavía, contra todas las señales que nos defraudaban, un hombre; pero desapareció cierta noche; se marchó, y en circunstancias que realmente prefiero callar. ¿Ha sido así o no? —preguntó finalmente Delamarche, zarandeando a Karl por la manga de la camisa. [las cursivas son mías] (458)
También es posible advertir la ironía como una forma de distanciamiento narrativo donde “quien finge (pero no para engañar) o quien se esconde no hace más que dar pruebas de su despego respecto de aquello de lo que trata” (Ballart, 1994: 318). En este caso, como ya lo mencioné anteriormente, desde el inicio de la obra existe un dejo de ironía en cuanto a la magnánima ciudad a la que arriba el protagonista, así como a la necesidad de vincularse con los procesos productivos de las ciudades occidentales o con las demandas educativas que estuviesen ligadas con lo que se pretendiera fuese un futuro prometedor; es decir, la ironía cuestiona dichos cánones desde la distancia de quien narra con la intención de hacerlo inteligible a los ojos de los más sensibles, como en el siguiente dialogo entre el protagonista y el fogonero del barco:
—Siempre tuve muchísimo interés por la mecánica —dijo Karl conservando una ilación de pensamiento fija—, y seguramente más adelante habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que embarcarme para América. [las cursivas son mías] (290)
En párrafos posteriores Kafka sigue con esta crítica pero de forma frontal y es implacable, aun a costa del propio protagonista quien en un claro afán de deslindarse de su autocomplacencia evidencia el malestar que le provoca empezar una nueva vida no sólo en otro continente sino en otro país, en otra lengua, en otras normas que es necesario aprender para poder convivir, para poder pertenecer, pues Rossmann no cuenta con boleto de regreso a su lugar de origen y él está decidido a ser un ciudadano “americano” sin importar lo que eso cueste, como sucede con la gran mayoría de los migrantes mexicanos y centroamericanos que todavía sueñan con la bonanza de los Estados Unidos:
—Es muy posible —dijo Karl—, pero ya no tengo casi dinero para los estudios. Es cierto que he leído de alguno que durante el día trabajaba en un comercio y por la noche estudiaba, hasta que llegó a ser doctor y creo que aun alcalde; pero esto exige, naturalmente, gran perseverancia, ¿no es cierto? Me temo que yo no la tenga. Además no era yo alumno excepcionalmente bueno, y en verdad no me ha costado nada dejar el colegio. Además los colegios de aquí son posiblemente más severos todavía. Apenas conozco el inglés. Y en general hay mucha prevención aquí contra los extranjeros, según creo. [las cursivas son mías] (291)
Es posible advertir en las oraciones seleccionadas con cursivas del párrafo anterior una situación que resulta ignominiosa para quienes ahora estudiamos las fronteras y las migraciones pues pareciera que no hemos aprendido nada de la historia, o que no tenemos memoria, como muchos afirman, en el sentido de que si era evidente a principios del siglo XX la existencia de prácticas racistas o xenofóbicas, no sólo en Estados Unidos, sino en el resto del mundo, por qué no se trabajó en políticas migratorias que velaran por el bien común de los migrantes en lugar de usar la migración como un estandarte político y propagandístico en momentos clave de la historia de Estados Unidos y México, principalmente, como sucede cada vez que se avecinan elecciones.
Ahora bien, además de las críticas antes mencionadas al proyecto de la modernidad, resulta importante destacar el complejo proceso de identidad que esboza Kafka en este texto de forma autobiográfica, como también sucede en otras de sus obras, salvo que en éste resulta particular pues Rossmann encarna el papel del apátrida que es en sí mismo Kafka: nacido en Bohemia, Praga, durante el Imperio Austro-Húngaro, habla alemán y no checo; es judío, pero no sabe nada de yiddish ni de hebreo, lo que le estimula a ir en busca de la tierra prometida[4], así como del sentido de su vida, del quién soy y a dónde voy, como se observa a lo largo de la novela pero principalmente cuando la cocinera mayor de Hotel Occidental le ofrece pasar la noche en su habitación:
—Perdone usted, se lo ruego —dijo—, que todavía no me haya presentado: me llamo Karl Rossmann.
—¿Es usted alemán, verdad?
—Sí —dijo Karl—, hace muy poco que estoy en los Estados Unidos.
—¿Y de dónde es usted?
—De Praga, Bohemia —dijo Karl.
—¡Qué me dice! —exclamó la cocinera mayor en alemán, con un fuerte acento inglés, y casi levantó los brazos al cielo—. Somos compatriotas, entonces: yo me llamo Grete Mitzelbach y soy de Viena. Y conozco muchísimo Praga como que estuve empleada durante medio año en El Ganso de Oro en el Wenzelplatz. ¡Quién lo dijera! (390)
Como se puede apreciar en este párrafo, las similitudes entre la vida y obra de Kafka son inagotables, como inagotable es el talento para referirse a su realidad o para quebrantarla. En Kafka no hay vacilación, todo lo contrario, hay verosimilitud dada por la irrupción de las fronteras entre lo posible y lo imposible, e incluso gracias a la trasgresión de las leyes no solo naturales, también psíquicas, sociales y culturales en las que incurren sus personajes.
A manera de conclusión, corroboro con la lectura y análisis de América algo que me quedó claro desde que estaba redactando la tesis de doctorado que consiste en afirmar que, a pesar de los intentos de ciertos científicos sociales de denostar otras disciplinas humanísticas, la literatura funge en muchos casos como oráculo tanto de problemáticas sociales que se avecinan como de descubrimientos científicos. En Kafka es natural encontrar estas muestras de clarividencia en varios de sus textos, por lo que es una verdadera lástima no haber escuchado voces como la de éste y otros escritores, quizá hubiéramos podido escapar de la trampa de la modernidad.
Bibliografía
Ballart, Pere, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Barcelona, Quaderns Crema, 1994.
Broad, Max (1951). Kafka, Madrid, Alianza, 1974.
Canetti, Elías, (1969), El otro proceso de Kafka, Madrid, Alianza, 1983.
Janouch, Gustav (1968), Conversaciones con Kafka, Barcelona, Destino, 1999.
Kafka, Franz, El Castillo /América. México: Tomo, 2006, pp. 287-540.
Muchnik, Nicole. “Muros Infranqueables”. El País. 7 de noviembre de 2009.
Roas, David (ed.) (2001), Teorías de lo fantástico, Madrid, Arco/Libros, pp. 36.
Robert, Marthe (1979), Franz Kafka o la soledad, México, F.C.E., 1985.
[1] Texto presentado en el Encuentro DESAFIANDO FRONTERAS. Control de la movilidad y experiencias migratorias en el contexto capitalista. 9 y 10 de marzo de 2012, Oaxaca de Juárez. Una versión similar aparece en el último número de la revista Parteaguas del Instituto Cultural de Aguascalientes.
[2] Según Michel Foucher, en el mundo existen actualmente veinte muros o barreras infranqueables entre países por un total de 7.500 kilómetros, que llegarán a alcanzar los 18.000 kilómetros cuando estén terminados. (Muchnik, 2009)
[3] En un primer momento Kafka escribió este texto pensando en que fuera un cuento que llevaría por nombre “El fogonero”, título del primer capítulo de la novela, la cual también se conoce como El desaparecido. Las citas que utilizaré para este libro provienen de Franz Kafka. El Castillo /América. México: Tomo, 2006, pp. 287-540. De aquí en adelante todas las citas referidas pertenecen a este texto y las páginas se indicarán entre paréntesis.
[4] Una constante aflicción en la vida de Kafka, de la cual no puede evitar culpar a la madre, pues ésta no se empeñó en enseñárselo, es no saber yiddish ni hebreo; aunque al final de su vida dedicó gran parte de su tiempo al aprendizaje de este último. Asimismo, uno de sus sueños era visitar la Tierra Prometida: “a pesar de no haber emigrado a Palestina, mi dedo habría hecho el viaje por el mapa” (Brod, 1974: 162).
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