El pantone de la psique desplegado en la escritura de Herta Müller

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I

Leí por primera vez algo de Herta Müller en el 2008, el libro titulado El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), un año antes de que ganara el Nobel de literatura. Ese primer libro lo compré con el afán de hurgar en los escritores que me son ajenos por la distancia de sus costumbres o por las fronteras de sus historias. Esa primera lectura me pareció incomprensible: no encontré lo que buscaba en su escritura, quizá una cartografía objetiva de los otros alemanes, de los que perdieron la guerra fuera de Alemania, o quizá una topografía de sus historias. Ahora entiendo que esta incomprensión se debió a una gran ignorancia de mi parte con respecto al régimen de Ceausescu. Después de esa lectura me olvidé de Müller, veía sus libros en las estanterías, a veces me detenía e indecisa seguía mi camino.

El año pasado la ví en la televisión, en el intento de diálogo que mantuvo con Vargas Llosa en el marco de la FIL 2011. En ese momento me enamoré de ella, de su timidez, de su rigor, de su inteligencia, de su franqueza, de su semblante asustadizo. Bastó un momento para que me decidiera frenéticamente a buscar nuevamente en los estantes de las librerías sus publicaciones.

Cuando terminé de leer Todo lo que tengo lo llevo conmigo entendí que el lenguaje, la memoria y el silencio son los tópicos recurrentes en su escritura. Una escritura que no es lineal, que irrumpe el tiempo y el espacio de la historia narrada. Después devoré tres libro más: El rey se inclina y mata, La piel del zorro y La bestia del corazón. Una tras otro sin parar. Estos cuatro libros claudican entre las fronteras de los espasmos mentales y las descripciones breves. Los límites, por el contrario, son franqueados por la sutiliza de su lenguaje, por los puntos y seguidos, por las oraciones cortas, por las imágenes exactas y por las emociones a flor de piel que va dejando el halo de su lectura.

Escritora prolífica en un país donde los silencios dicen más que las palabras, Müller narra en varios de sus libros el acoso que enfrenta su familia, junto con el resto de los rumano-alemanes (siguiendo a Derrida cuando se refiere a su propia identidad franco-magrebí) en la época de la posguerra en Rumania. Algunos otros libros incluso fungen como archivos históricos de lo que fueron los campos de deportados en la Rusia de posguerra. Campos de los que quizá hemos leído mucho pero nunca de una forma donde las figuras retóricas embelecen la podredumbre humana, la vejación absurda, la hambruna total.

Otros más hablan de sus años de militancia en los grupos contrarios al régimen de Ceausescu. Sus hazañas en estos movimientos sociales fueron rápidamente ubicadas por el régimen y en una carta de 1985 se alerta sobre una chica que escribe de manera “discriminatoria, moral y religiosamente indecente”. También están presente en sus libros el tema de la muerte, del suicidio, de la amistad y de la lealtad. En este sentido, me atrevo a afirmar que Müller esboza el pantone de su psique y transita de los pensamientos más sutiles a los más obcecados. Müller escribe desde el miedo, desde la pérdida, incluso desde la locura; desde los estados alterados de una consciencia en la que se refugia hasta que logra su exilio en Berlín en 1987:

La estación para abandonar el país estaba cerca de la frontera húngara, era una pequeña estación de frontera. Éramos unas veinte personas esperando el tren en una desangelada sala trasera bajo vigilancia policial. No teníamos autorización para abandonar la sala de espera ni para pisar el andén hasta que nos avisaran. Tras la última amenaza en la escalerrilla del vagón: “Te pillaremos estés donde estés”, me senté en aquel tren como un abrigo sin cuerpo dentro, como si únicamente hubiera caído de nuevo en un truco de los metemiendos. (Müller, 2011: 188)

II

Derrida afirma en un texto llamado Estados de ánimo del psicoanálisis que la “crueldad psíquica seguirá siendo desde luego una crueldad de la pyché, un estado del alma, por lo tanto de lo vivo, pero una crueldad no sangrienta” (Derrida, 2000: 5). Müller en sus textos nos habla de esa crueldad pero le da un giro de tuerca al sentido y la convierte en poesía. Una poesía que le permite seguir adelante, como el halo de la vida, no petrificarse con el miedo y dialogar con ella misma:

La poesía la veo como una oración para personas no creyentes como yo. Cuando iba a los interrogatorios de la policía, recitaba interiormente poemas. Me daban fuerzas. Fíjese que cuando hay dictaduras, la gente lee mucha poesía. E igual en los campos de concentración, en las cárceles. Uno no pierde la fantasía porque tiene miedo a morir. La poesía no sirve para embellecer la realidad, sino para transformarla, para hacer justicia. Yo al principio no leía literatura, me basaba en las experiencias de la vida, pero no encontré las respuestas a mis preguntas en la vida, las encontré en la literatura. [1]

Lo interesante de la escritura de Müller es precisamente cómo logra pasar de lo autobiográfico a lo enunciativo, y de lo descriptivo a lo denunciativo. Es decir, logra safarse con la palabra de la crueldad imputada e imputable del régimen de Ceausescu. Pero también logra sobrevivir mediante la literatura a dicha crueldad, una crueldad que es irreductible como afirma Derrida: “si hay algo irreductible en la vida del ser vivo, en el alma, en la psyché […], y si eso irreductible en la vida del ser animado es la posibilidad de crueldad […], entonces ningún otro discurso —teológico, metafísico, genético, fisicalista, congnitivista, etcétera— sabrá abrirse a esta hipótesis” (Derrida, 2000: 6).

¿Cuál es la hipótesis derridiana? La hipótesis consiste en la irreductibilidad psíquica de un hacer-sufrir por placer o dejar hacerse sufrir por el placer de sufrimiento. En el caso de Müller me parece evidente que justo lo que la escritura, las imágenes, los diferentes recursos sintácticos y retóricos de los que se vale como escritora son los que precisamente hacen palpable esta irreductible necesidad del otro por hacer-sufrir.

El otro en los textos de Müller no solo es Ceausescu, también lo es el sistema, la lealtad, la palabra, la memoria, la lengua. Esto se puede apreciar en cada uno de sus libros, pues es el otro quien impide olvidar, pero también es el otro que da vida, que recrea cada momento de una comunidad particular a modo de archivo histórico de aquello que se ha quedado en el silencio. Müller, entonces, se encarga de dar voz no solo a los recuerdos también a los muertos.

En todo lo que tengo lo llevo conmigo, texto narrado en primera persona por un joven (basado en las conversaciones con su amigo y poeta Oskar Pastior y con otros supervivientes) que vivió en el campo de deportados de la Rusia de posguerra sólo por ser de origen alemán (en una clara alusión a los cinco años que pasó su madre en dichos campos), recrea los días y las noches que su madre, sus amigos y otros familiares vivieron en estos sitios donde el saberse vivos era parte de la existencia. Un saberse vivo que solo se hace plausible mediante el sufrimiento o mediante el tedio:

Y entre las mujeres existe el tedio del canto, sus canciones nostálgicas del despiojarse con las tediosas y sólidas lendreras de asta y baquelita. Y existe el tedio de los peines de hojalata mellados que no sirven para nada, y el tedio de cortar el pelo a cero, y el tedio de los cráneos como tarros de porcelana, decorados con florecillas de pus y guirnaldas de picaduras de piojo que van difuminándose poco a poco. (Müller, 2010: 183).

Lo que me sorprende de la escritura de Müller es la capacidad de llevar las situaciones, eventos, personas o cosas más incomprensibles e inocuas a la sutiliza de la descripción y de la denuncia. Una denuncia irónica en momentos y en otros desgarradora. Nunca una burla, nunca una llanto, ni siquiera fuera de lugar. Siempre la dureza estoica que no parpadea al evidenciar la fragilidad de quien escribe, de quien observa, de quien experimenta el sufrimiento:

Todos caen en la trampa del pan.

En la trampa de resistir en el desayuno, en la trampa de intercambiarlo en la cena, en la trampa de la noche con el pan ahorrado bajo la cabeza. La peor trampa del ángel del hambre es la trampa de la resistencia: tener hambre y tener pan, pero no comerlo. El ángel del hambre dice todas las mañanas: Piensa en la noche. (Müller, 2010: 108)

Desde la crítica literaria la escritura de Müller condensa parte del pensamiento eurocentrico y totalitario de nuestra época, no sólo a nivel de la crítica al Estado-nación, incluso también y quizá más importante, al nivel de lo que Derrida afirma “una escena nueva” para el psicoanálisis. Pues son justamente estas situaciones de vejación, de violencia, de muerte de las que no se han encargado varias de las interrogantes del psicoanálisis ni siquiera en el nivel de la teoría literaria. Entonces eso me lleva a preguntar ¿cómo pensar en la escritura de Müller sin el psicoanálisis? Pero también ¿cómo pensar el psicoanálisis sin su origen eurocentrista, falocentrico y racional? Me queda claro que la teoría psicoanalítica resulta indispensable para elaborar una análisis literario de la escritura de Müller. Lo que no termino de comprender es si el psicoanálisis está al nivel para resolver los problemas éticos de los “preformativos jurídicos inéditos” posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como afirma Derrida:

Todo eso produce una mutación que me atrevo a llamar revolucionaria, en particular una mutación respecto del sujeto y del sujeto ciudadano; es decir, de las relaciones entre la democracia, la ciudadanía o la no ciudadanía; es decir, el Estado y al más allá del Estado. Si el psicoanálisis no toma en cuenta esta mutación, si no se compromete con ella, si no se transforma a ese ritmo, será él mismo, ya lo es en gran medida, deportando, desbordando, dejando al costado del camino, expuesto a todas las derivas, a todas las apropiaciones, a todos los raptos; o bien, a la inversa permanecerá arraigado en las condiciones de una época que fue la de su nacimiento, todavía afásico en su cuna de nacimiento centroeuropeo: un cierto mañana equívoco de esa Revolución Francesa en cuyo acontecer el psicoanálisis todavía, en mi opinión, no pensó. (Derrida, 2000: 10)

III

Zizek identifica en el psicoanálisis lacaniano la dimensión de jouissance, una dimensión que me permite hablar del pantone de la psique en Herta Müller desde lo simbólico, puesto que como afirmar el filósofo esloveno: “En lo más radical de la subjetividad y la experiencia hay cierto momento inicial de locura: la dimensión de jouissance, de negatividad, de la pulsión de muerte y no de la dimensión de verdad” (Daly, 2006: 65).

¿A que me refiero con el pantone de psique? A la paleta de colores de la consciencia de la escritora rumano-alemana que se puede apreciar en sus obras. Una gama de estados alterados de la consciencia de difícil aproximación teórica si no partimos de la triada postestructuralista conformada por lo real-imaginario-simbólico.[2]

¿A qué se refiere Zizek cuando alude a la dimensión de jouissance? Al momento donde Freud y Lacan ubican o identifican la motivación humana. Es decir, Freud afirma que “la categoría de la muerte no es simplemente una cancelación, sino que se refiere a la dimensión (inmortal) en la subjetividad que persiste más allá de la mera existencia de la vida biológica”. Lacan, por su parte, afirma que la jouissance es “una compulsión básica a gozar, a lograr la satisfacción consumada y así cerrar la brecha o ‘herida’ en el orden del ser. Mientras que Zizek, siguiendo esta línea argumentativa reconoce que “la vida humana nunca es ‘meramente vida’, siempre es sostenida por un exceso de vida” (Daly, 2006: 11); es decir, por la pulsión de muerte, la negatividad.

Ese momento inicial de locura se aprecia en el libro de Müller titulado El rey se inclina y mata cuando alude a un intento de suicidio que no llevó a su fin la protagonista precisamente por dicho exceso de vida:

No obstante, a la orilla del río me metí dos piedras en los bolsillos del abrigo. Era primavera, el sol era templado, los álamos temblones desprendían un olor amargo ante la idea de escapar del cerco en el que me tenían encerrada. Escapar de la vida sin decir nada, qué lista, pensaba, y así, cuando el interrogado pretenda destrozarme la próxima vez, no dará conmigo. […] Todo era perfecto, entonces ¿por qué volví a dejar la piedras en el suelo? […] Había ensayado la muerte, ahora conocía los movimientos con los que se alcanza. […] “La muerte me silbaba desde lejos, tenía que tomar carrerilla para acudir junto a ella. Casi lo tenía controlado. Tan sólo una pequeña parte de mí se resistía. Quizá era la bestia de mi corazón”. (Müller, 2011: 93-94)

Zizek se encarga de deconstruir la triada lacaniana de lo real-imaginario-simbólico, pues como él mismo reconoce, “Cada vez estoy más convencido de que hay, por lo menos, tres nociones de lo Real. Diría que la tríada misma de lo real, lo simbólico y lo imaginario en cierto modo se proyecta en lo Real mismo”. Es decir, Zizek sostiene que en el caso de lo Real, está lo Real real, lo Real simbólico y lo Real imaginario. Cada uno de estas dimensiones las define de la siguiente manera: “Lo Real real sería la cosa horrible: la cabeza de Medusa, el alien de la película […]. El Real simbólico no es más que las fórmulas sin sentido de la ciencia […]”. Mientras que lo Real imaginario es “un rasgo esquivo que carece totalmente de sustancia pero que nos fastidia” (Daly: 2006: 69).

Encuentro que estas tres categorías (o quizá nueve si pensamos que cada una de ellas puede ser proyectada a todas las demás[3]) se pueden encontrar en los textos de Müller. Un ejemplo de ello puede estar dado en función de la última categoría, lo Real imaginario, presente en la crítica que hace Müller de los escritores alemanes que afirman que la lengua es patria, no sólo visto como una afirmación que fastidia, sino también desde aquéllos a quienes se les ha impuesto otra lengua, una lengua que, como afirma Derrida, “no es la mía”.

Muchos escritores alemanes alimentan la fe en que la lengua materna podría sustituirlo todo si se diera el caso. Aunque nunca se hayan visto en una situación parecida, dicen: LA LENGUA ES PATRIA. Los autores que tienen la patria a su disposición en cualquier momento y cuyas vidas no están expuestas a ninguna amenaza en ella me irritan con esa afirmación. […] LA LENGUA ES PATRIA era, para los emigrantes en un lugar extranjero donde carecían de perspectivas, un acto de consolidación de la identidad mediante los propios labios. […] Eso no es así, la lengua tienen que llevarla consigo uno mismo. Sólo se estaría sin lengua materna muerto… pero eso ya no tiene que ver con la patria. (Müller, 2011: 31)


*Ponencia presentada en el Primer Congreso Internacional de Fantasmagorías Espectrales en la Literatura: Miedo, Violencia, Locura y Género, realizado en la Universidad Iberoamericana, 4 y 5 de octubre de 2012.

[1] Irene Dalmases, “Las metáforas de Herta”. La Prensa. Managua, 27 de junio 2012. http://www.laprensa.com.ni/2012/06/27/cultura/106470-metaforas-herta

[2] Glyn Daly hace un resumen del trabajo de Zizek en funcion de la triada real-simbólico-imaginario, en un texto titulado Arriesgar lo imposible, y define a cada uno de estos de la siguiente forma: “tanto lo simbólico como lo imaginario funcionan dentro del orden de la significación. […] Lo que los diferencia es que mientras lo simbólico en principio no tiene límites, lo imaginario tiende a domesticar esta apertura mediante la imposición de un pasaje fantasmático característico de cada individuo. En otras palabras, lo imaginario detiene lo simbólico en torno a determinados fantasmas fundamentales. […] Lo Real, por el contrario, no pertenece al orden (simbólico-imaginario) de la significación, pero es precisamente aquello que niega tal orden; aquello que no puede ser incorporado en él”. (Daly, 2006: 14)

[3] Zizek afirma que cada una de estas categorías puede ser proyectada en todas las demás. Es decir, en el orden Simbólico aparece lo Simbólico simbólico, lo Simbólico real y lo Simbólico imaginario. Lo mismo sucede con lo Imaginario, tenemos lo Imaginario imaginario, lo Imaginario real y lo Imaginario simbólico. En algunos estas proyecciones se repiten, en otros se alteran. Lo que se puede constatar, como afirma Zizek, es que “estas tres nociones están verdaderamente entrelazadas de una manera radical; como una estructura de cristal en la que los diferentes elementos se proyectan entre sí y se repiten en cada categoría” (Daly, 2006: 70).


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